domingo, 26 de agosto de 2007

Cosas de animales…

La oferta teatral limeña en este periodo de efervescencia patria, me ha permitido, y lo agradezco, interponer un breve paréntesis a la vorágine laboral/ académica en la que ando embarcada. Dos obras en las que coincidentemente son animales los protagonistas han añadido el ingrediente de sarcasmo y de cinismo necesario para poder contemplar la realidad, nuestra realidad, sin llegar a afectarme hasta las lágrimas o la náusea. Los Músicos Ambulantes de Yuyachkani, a 25 años de su estreno, nos sigue demostrando con su vigencia por qué, en mi modesta opinión, puede considerarse definitivamente un clásico en el teatro peruano (aun tomando en cuenta su inspiración en los Músicos de Bremen). La Rebelión de los Chanchos, adaptación de July Naters de la Rebelión en la Granja de Orwell, nos enfrenta también a la vigencia universal de determinados caracteres, echando mano del cliché, “cualquier parecido con la realidad…” en este caso, lamentablemente, NO es pura coincidencia. Sin embargo, debo aclarar que el sabor residual en cada caso luego de encendidas las luces, dista diametralmente en el espectro de mis sensaciones, hormonas aparte. De la casa de los Yuyas salí bailando a ritmo de huayno, festejo y tondero, mientras que en la butaca de la Plaza USIL me quedé aplastada sin ánimo siquiera para aplaudir a pesar de la encomiable puesta en escena. Acto seguido, las inevitables comparaciones, y en este ejercicio me alejo de cualquier pretensión de crítica teatral. Simplemente, me vuelco hacia adentro para escarbar en el terreno de mis propias emociones y descubrir cuáles son esas fuerzas movilizadoras o paralizadoras que me han tirado de los pelos o congelado la sangre desde siempre.

La “identidad”, ah, no podía dejar de escribir esta palabra. Cualquiera sea su significado, exacerbado, distorsionado o ninguneado. La propia, la tuya, la nuestra, conjugada en todos los tiempos y personas. Los Yuyas la manejan tan bien en esta obra, lástima que no cale más profundo y más allá de las cuatro paredes de su casa. Pena que no sea una política nacional incluirla en el currículo de todos los colegios de la elite limeña. Dolor que no se transmita en todos los programas de TV, en lugar de tanto adefesio enlatado o localmente producido. Duele pues, pero aun así, salí bailando. Feliz de poder enseñarle a mis hijos que wallpa es gallina y alqo es perro y que el diminutivo en Quechua es bien bonito y bien sonoro y que Beatricitia es Beatrizcha y Salvadorcito es Salvadorcha así como wallpacha es gallinita y alqocha es perrito, porque el Quechua es una idioma aglutinante, lleno de sufijos que añaden significado y enriquecen las palabras, pero que sin embargo, no aglutina a nadie porque nunca ha sido música para los oídos de los cerdos.

Y los cerdos, bueno, esos se regodean con el sonido de su propia voz mientras comen. Sus ruidos guturales los asocio al acto de tragar, no hay música, no hay belleza. Además, son omnívoros, o sea, comen de todo, aunque las reglas en la granja les prohíban comerse a sí mismos: “animal no mata a animal”. Son los códigos de su propia subsistencia, tal cual, como la clase política, “otorongo no come otorongo”, con perdón de los cerdos y de los otorongos. Reivindico mi derecho al sarcasmo, es una forma de evadir la náusea, nada más.

También está el burro, este ser estereotipado injustamente, adquiere un aire intelectual (cualquier reverberación reguetenora aquí sí no viene al caso) es reivindicado por los Yuyas, no tanto por Orwell. En la granja es un personaje que no llega a dar el salto tan necesario del pensamiento a la acción, como tantos queridos e inefables académicos, es la voz de la conciencia, pero que no logra motivarse ni a sí mismo. El claustro de su establo está lleno de paja, como la paja intelectual que abunda en algunos recintos, pena otra vez. Me quedo con mi burrrrro serrrrrano, sabio en su propia sabiduría, sin pretensiones eruditas pero que sí sabe pronunciar, pero sobretodo usar la “chaquitaclla”.

¿Y de las gatas? De la selva su gata, por supuesto. Otra vez los Yuyas me ganan por el sentimiento. Insisto, este es un ejercicio personal que comparto con amigos que sé que me van a entender. Harta sensualidad. Animal mimoso y retrechero, no es uno de mis favoritos. Sin embargo, me quedo con la michicha de los Yuyas, porque ella también se queda y se faja, no tiene como norte el Norte ni por supuesto, las uñas rojas de acrílico.

Ay el perro, es un caso aparte en los músicos, opaco en la granja. Mi perro costeño, achorado, estandarte de la cultura chica, ojo, Cultura Chicha, ya es hora de que acuñemos este término con mayúscula y dejemos de pronunciarlo tapándonos la nariz. Somos chichas pues, como somos cholos, aunque no podamos definir exactamente qué carajo es serlo.

Y por supuesto las gallinas, gallina negra, gallina blanca. Tan preocupadas ambas por poner huevos. Ahora sí, debo escribir otra palabra que me está quemando por salir, “género”. Gallinas luchadoras pero ponedoras al fin. Llevan tatuada la maternidad desde el huevo que ellas mismas fueron alguna vez. Su valor asociado a la maternidad, pero también su coraje asociado a la maternidad. Mamá gallina que cacarea y que no entierra el pico. Tan difícil no remitirnos a cuanta madre coraje ha pisado un arenal, desde Maria Elena Moyano, pasando por Pascuala Rosado y todas la tatas y marías que nos calientan el alma y velan el estudio con cafecito pasado y servido con amor (aquí si me salió el género del alma y revuelto con altas dosis hormonales!).

Así pues, este paréntesis vacacional me deja sabores extraños, harto combinables con la chela que inspiró estas líneas. Felices paltas existenciales de Fiestas Patrias!