viernes, 20 de marzo de 2009

relatos de akelarre singularis


Tatuaje en el dedo gordo

Me tatué la yema del dedo gordo del pie derecho. Es un tatuaje inusual, en un lugar poco visible. No lo hice para exhibirlo. Lo tengo como quien se amarra una cinta en el índice para no olvidarse de algo importante. Por eso, este tatuaje no está grabado con tinta, está teñido con sangre. Tiene una forma indefinida, como las figuras que usan los psicólogos en sus evaluaciones. Me lo hice allí porque últimamente le presto más atención a mis pies que a mis manos. Ellos me llevan y ellas me traen. Como prefiero ir que venir, se entiende la distinción. No es gratuito entonces que el tatuaje esté allí, indicándome a dónde voy y no de dónde vengo. Mi procedencia es irrelevante. Mi destino es incierto. Pero mi tatuaje está allí, y así no me pierdo.

El enamorado que nunca me besó

Ayer me encontré con alguien que se encontró con alguien a quien alguna vez no besé. No lo besé porque tenía los dientes amarillos y los colmillos salidos, y yo, que sólo tenía 14 años y era coneja, jamás hubiera anticipado que ese enamorado, 30 años después, se pondría incómodo frente a la esposa ante la simple mención de mi nombre. ¿Cómo hubiera sido si lo hubiera besado?

Blanca Nieves mide 2 metros y la Nanny va de compras a Wong

Había una vez un chico alto muy alto que decidió aparecer en una fiesta vestido de Blanca Nieves. Había una vez una niña muy niña que quiso tentar el disfraz de mayor e irse de compras. Había dos madres muy madres, preocupadas por no saber cómo enfrentar el ridículo que sus hijos no sienten porque no conocen. Había un público muy atento, escuchando estos cuentos para devolverlos con final cambiado y feliz colofón: nadie nace sabiendo ser madre y los hijos también nos dan lecciones. Si ellos dominan el escenario de la vida desde sus fantasías y anhelos, ¿qué importa si visten de lobo o de caperucita?

Club de fans singularis

No invoques que se aparece, advierten las brujas experimentadas. Como nosotras no somos experimentadas, pero sí bien brujas, invocamos a cuanto nombre se nos pasa por la cabeza. Que si ví a fulanito de tal - que estaba con menganita de cual - la ex de perensejo… y así la recatafila de seres que desfilan de boca en boca. Pásame la manti…. una de las prácticas singularis que menos me gustan, pero a la que le entro, debo confesar, con demasiada facilidad luego de que mi curiosidad y morbo vencen mis resistencias. Uno de los invocados en el último akelarre de singularis fue Gianmarco. Y para decir que los conjuros se cumplen, y donde hay más de dos mencionando mi nombre allí estoy yo, zas, el Gianni que se le aparece al día siguiente a una de las singularis. Lluvia de e-mails y el consiguiente revuelo de escobas. Te amamos Gianni, tu nuevo club de fans.

sábado, 14 de marzo de 2009

So what?


La crueldad no fue mi dominio. Hasta he alimentado hormigas, - como si esas sabias laboriosas hubieran necesitado de mi – pasatiempo de niña solitaria y observadora. Una vez me encontré un colibrí herido. No he visto nada más indefenso en mi vida. Lo alimenté por unas horas con yema de huevo cocida, recomendación de una vecina excéntrica, creo que lo maté. Lloré mucho. Por algunos meses cada vez que veía un colibrí, - antes se veían seguido – lloraba. También sufrí terriblemente cuando los schnauzer de mi vecina se tragaron a los pollos que me saqué en la kermes de mi colegio. La madre, como buena alemana con harto sentido de culpa y deseo de reparación, se fue a La Agraria y me trajo 3 pollos que acababan de salir del cascarón, hasta húmedos estaban. Los crié hasta gallos y me opuse a que fueran al caldo del jardinero. Murieron de viejos creo, sin gloria pero sin pena, ni en la olla ni en la arena.

No fui una niña cruel, como lo son muchos niños que aprovechan de la inmunidad que otorga la infancia para liberar la válvula de la violencia antes de que estalle en la adultez. Debí serlo, aunque sea un poquito, porque ahora me he vuelto cruel de toda crueldad. Ya hay varios muertos en mi haber. Algunos destripados, otros degollados, y muchos desollados. Los he reventado a golpes en mi mente, y el que sean muertos imaginarios no es atenuante alguna, no me estoy exculpando, los asumo, a mis muertos, son mi pasivo, pasarán a ser parte de mi karma seguro, o de la leña que ha de quemarme en el fuego de algún infierno.

Algunos de ellos pretenden regresar a hacerme la vida imposible, como si no bastara la condena de la eternidad para lidiar con sus lamentos, regresan como fantasmas del pasado, a preguntar qué fue, qué fue qué fue de ti, y qué has hecho del amor que yo te he dado… a esos los vuelvo a matar, sin miramientos, con premeditación y alevosía, sin atenuantes y todos lo agravantes.

La crueldad se ha vuelto mi dominio. De la niña piadosa y caritativa poco queda. Es que ya no se trata de indefensos colibríes, ni de seres desvalidos. Me he dado cuenta que no resisto la decadencia humana, exudo intolerancia por cada uno de los poros de mi piel.

Probablemente tendré que esperar una encarnación más para deshacerme de ellos. Sólo espero que regresen en forma de hormiga, para rociarlos con agua hirviendo, o de pollos, para torcerles el pescuezo. Como seré una niña cruel nada contemplativa, después seré una adulta normal tranquila. Ni modo. Para otra vez será. So what?

miércoles, 4 de marzo de 2009

La clínica de las plantas


Cuando alguna planta languidecía por falta de agua o de cuidado, por exceso de sol o por mala ubicación – nótese que hay plantas de luz y otras de sombra y además que éstas suelen buscar un lugar en la casa que no es necesariamente la esquina perfecta que habíamos con arbitrariedad escogido para ellas – la Tata la mandaba a la clínica de las plantas. La clínica de las plantas no es un vivero, ni la casa del jardinero ni un jardín botánico ni cosa parecida. La clínica de las plantas es una palmera kentia. El nombre lo acabo de descubrir, aunque la tengo hace más de 15 años. Me la regaló mi padre. Fue una de las dos plantas que me regaló papá, la otra es un arbolito ficus, se lo vendieron como de la felicidad, y como me la había prometido, - la felicidad-, me la regaló.
La palmerita kentia vivió primero confinada en una maceta, cuando nosotros vivíamos confinados en un departamento. Cuando nos mudamos a una casa, ella se mudó a un jardín. Ella se expandió y nosotros también. Todos crecimos, la familia, las plantas, los espacios acompañándonos a ambos. Fue allí que descubrimos sus propiedades. Creo que fue por casualidad o quizá la Tata en su sabiduría innata, empezó a poner a los engreídos culantrillos, mustios y quebradizos al cobijo de su sombra. De pronto, los culantrillos reverdecían, se poblaban sus hojas y se tupían como melenas crespas y rebeldes. Luego probamos con otras especies, incluso con algunas plantas abandonadas por los jardineros en los bultos de desmonte – confieso que la Tata suele huaquear por esos lares al rescate de toda suerte de crotons, anturios y demás hierbas- todas se recuperaron, como enfermos desahuciados que salen de UCI a emprender una nueva vida.
Mientras tanto la kentia, ajena a los prodigios que le atribuíamos la Tata y yo, crecía descomunalmente en la esquina del jardín hasta casi alcanzar el límite de las paredes medianeras. De tanto en tanto la hacíamos podar para no invadir espacios vecinos, asegurándonos de que recibiera el trato especial que toda buena curandera merece. Fue a raíz de la remodelación de la casa que este perfecto orden se trastocó, y la doctora pasó a convertirse en paciente. No sabemos la exacta razón por la que el maravilloso micro-clima reinante alrededor de sus raíces y ramas dejó de tener el efecto sanador que le era inherente. No sólo eso, ella misma fue incapaz de sobreponerse a su propio decaimiento y empezó a amarillarse, rama por rama, hasta quedar reducida a un poco de tallos pelados y tristes.
Qué dolor, qué tristeza e impotencia, ir podando rama por rama, como quien amputa miembros en aras de la vida del paciente. En nuestra preocupación por salvarla hicimos junta de notables, jardinero a la cabeza, Tata reconstruyendo los hechos y María echándole leña al fuego: fueron los obreros, los obreros que vaciaron toda suerte de desperdicios tóxicos, pintura, tíner y otros químicos en el jardín. Pero no se trataba de buscar culpables, el afán era recuperar a la desahuciada. Medida extrema dijo el jefe de la junta: trasplante! Así, una mañana, con los ojos y la esperanza puestos en su pico y su pala, el jardinero desenterró a la kentia para limpiar sus raíces y dejarla casi en calidad de embrión. La operación era de alto riesgo, estábamos jugándonos el todo por el todo. Día tras día durante un mes la auscultábamos en busca de brotes nuevos, de alguna señal que delatara la vuelta a la vida de este ser misericordioso que tantas otras vidas había recuperado. Y así, vimos aparecer a su costado a una planta nueva, brotada de la desesperación y de la esperanza. Un papayo hembra. Cómo llegó allí, a esa precisa esquina? Quién dejó caer la pepita de esta nueva vida? Estuve tentada, lo confieso, de arrancarla de cuajo para evitar que invadiera el espacio vital de la kentia. Me contuve. Pensé, es la muerte que abre paso a la vida. Es la naturaleza quien decide, y si en mi casa mando yo, en mi jardín manda ella. Esperaremos sus frutos. Adiós querida kentia.