miércoles, 4 de marzo de 2009

La clínica de las plantas


Cuando alguna planta languidecía por falta de agua o de cuidado, por exceso de sol o por mala ubicación – nótese que hay plantas de luz y otras de sombra y además que éstas suelen buscar un lugar en la casa que no es necesariamente la esquina perfecta que habíamos con arbitrariedad escogido para ellas – la Tata la mandaba a la clínica de las plantas. La clínica de las plantas no es un vivero, ni la casa del jardinero ni un jardín botánico ni cosa parecida. La clínica de las plantas es una palmera kentia. El nombre lo acabo de descubrir, aunque la tengo hace más de 15 años. Me la regaló mi padre. Fue una de las dos plantas que me regaló papá, la otra es un arbolito ficus, se lo vendieron como de la felicidad, y como me la había prometido, - la felicidad-, me la regaló.
La palmerita kentia vivió primero confinada en una maceta, cuando nosotros vivíamos confinados en un departamento. Cuando nos mudamos a una casa, ella se mudó a un jardín. Ella se expandió y nosotros también. Todos crecimos, la familia, las plantas, los espacios acompañándonos a ambos. Fue allí que descubrimos sus propiedades. Creo que fue por casualidad o quizá la Tata en su sabiduría innata, empezó a poner a los engreídos culantrillos, mustios y quebradizos al cobijo de su sombra. De pronto, los culantrillos reverdecían, se poblaban sus hojas y se tupían como melenas crespas y rebeldes. Luego probamos con otras especies, incluso con algunas plantas abandonadas por los jardineros en los bultos de desmonte – confieso que la Tata suele huaquear por esos lares al rescate de toda suerte de crotons, anturios y demás hierbas- todas se recuperaron, como enfermos desahuciados que salen de UCI a emprender una nueva vida.
Mientras tanto la kentia, ajena a los prodigios que le atribuíamos la Tata y yo, crecía descomunalmente en la esquina del jardín hasta casi alcanzar el límite de las paredes medianeras. De tanto en tanto la hacíamos podar para no invadir espacios vecinos, asegurándonos de que recibiera el trato especial que toda buena curandera merece. Fue a raíz de la remodelación de la casa que este perfecto orden se trastocó, y la doctora pasó a convertirse en paciente. No sabemos la exacta razón por la que el maravilloso micro-clima reinante alrededor de sus raíces y ramas dejó de tener el efecto sanador que le era inherente. No sólo eso, ella misma fue incapaz de sobreponerse a su propio decaimiento y empezó a amarillarse, rama por rama, hasta quedar reducida a un poco de tallos pelados y tristes.
Qué dolor, qué tristeza e impotencia, ir podando rama por rama, como quien amputa miembros en aras de la vida del paciente. En nuestra preocupación por salvarla hicimos junta de notables, jardinero a la cabeza, Tata reconstruyendo los hechos y María echándole leña al fuego: fueron los obreros, los obreros que vaciaron toda suerte de desperdicios tóxicos, pintura, tíner y otros químicos en el jardín. Pero no se trataba de buscar culpables, el afán era recuperar a la desahuciada. Medida extrema dijo el jefe de la junta: trasplante! Así, una mañana, con los ojos y la esperanza puestos en su pico y su pala, el jardinero desenterró a la kentia para limpiar sus raíces y dejarla casi en calidad de embrión. La operación era de alto riesgo, estábamos jugándonos el todo por el todo. Día tras día durante un mes la auscultábamos en busca de brotes nuevos, de alguna señal que delatara la vuelta a la vida de este ser misericordioso que tantas otras vidas había recuperado. Y así, vimos aparecer a su costado a una planta nueva, brotada de la desesperación y de la esperanza. Un papayo hembra. Cómo llegó allí, a esa precisa esquina? Quién dejó caer la pepita de esta nueva vida? Estuve tentada, lo confieso, de arrancarla de cuajo para evitar que invadiera el espacio vital de la kentia. Me contuve. Pensé, es la muerte que abre paso a la vida. Es la naturaleza quien decide, y si en mi casa mando yo, en mi jardín manda ella. Esperaremos sus frutos. Adiós querida kentia.

2 comentarios:

Fernando Bolaños dijo...

Linda crónica Mabe, sobre uno de los habitantes de tu casa... ciertamente, las plantas también nos acompañan, como nuestros animales y mascotas. Si fuéramos menos menos urbanos tendríamos tal vez la sabiduría para reconocer su influjo en nuestra vida, como el maravilloso texto de Arguedas sobre el árbol que le daba esperanza y paz en la casa de su abuelo en Cusco.
Cuando nació mi hijo sembramos también un árbol frente a la puerta de mi casa y esperamos que siga creciendo con él a lolargo de los años... Lo bueno de las plantas es que nos muestran con mucha claridad esto de los ciclos de la vida y la muerte. Tienen que irse unos para que sigan otros... Descansa en paz, kentia!!!

Ebam dijo...

Fer, anduve buscando el texto de Arguedas, sin suerte, please préstamelo? De hecho, hay seres cuyas vidas dependen tanto de nuestro cuidado y así nos agradecen con su compañía incondicional, embelleciendo nuestro entorno y acompañándonos en las buenas y en las malas...