domingo, 18 de noviembre de 2007

respeta mi espacio!



Me pregunto si todos aquellos cobardes faltos de imaginación que terminaron una relación con el manido "necesito mi propio espacio", escucharon alguna vez hablar de la proxémica. Me encantó ese término desde que por primera vez se lo escuché a Julio Hevia en una clase de psicología de la comunicación, magistral. Lo he tenido siempre presente, en la medida que soy muy conciente de mi cuerpo y de mi lenguaje corporal. De igual modo reclamo la misma conciencia. Ni un centímetro de más ni uno de menos, la distancia exacta en cada caso y cada cosa en su lugar. Veamos: "la proxémica es un apartado de la antropología social que estudia el uso y percepción del espacio social y personal, poniendo especial atención en la forma en que las personas responden a las relaciones espaciales en el establecimiento de grupos formales o informales, al liderazgo, al flujo de comunicación y actividades, en base al espacio y densidad ocupados." Entonces, el estudio de esta disciplina nos enseña que existen estándares aceptados socialmente, pero que varían de acuerdo a cada cultura, para, por así decirlo, delimitar el territorio en que nos movemos. Por ejemplo, hablando siempre de aproximaciones, la distancia pública, es decir, la que mantenemos con desconocidos en un lugar de libre acceso es de entre 3.5 y 7. 5 metros; la distancia social suele ser de entre 1.25 y 2 metros, y es la que observamos en los centros laborales y académicos; y así, los encuentros se van poniendo cada vez más cercanos. La distancia personal se puede recortar a medio metro y por supuesto la íntima a menos de ello hasta llegar a anularse. Claro, estoy hablando de lo que un antropólogo como Edward Twitchell Hall estableció en un ámbito geográfico, cultural y temporal tan distante de nuestra caótica realidad como lo fue Missouri a inicios del siglo pasado. Entonces, intentando un interesante ejercicio de extrapolación propongo un enfoque desde la proxémica para observar por ejemplo, el perreo, distancia nula y menos que ello, o el interior de un micro en trayecto por la Av. Abancay en hora punta, guarda con mi espacio vital! bueno pues gringuita, si no te gusta, agarra tu taxi! Es que es muy fácil ver los toros desde la barrera, y para ser sincera, hace años que evito subirme tanto a uno como a otro. Pero al margen de los códigos espaciales y de interacción con nuestros semejantes que nos impone el caos de nuestra querida Lima la horrible, existen otros más sutiles, menos agresivos en apariencia, en todo caso más disimulados, que revelan la herencia de la arcadia colonial que aun no logramos superar. Veamos, Club Regatas La Cantuta, domingo, cientos de familias privilegiadas buscando despavoridas el sol en invierno. La "señora" por delante, a paso firme, indoblegable, la "empleada" por atrás, cargada como ekeko, embutida en un uniforme blanco, invierno o verano, en la Cantuta o en Asia, no se libra de esa camisa de fuerza discriminadora e incómoda, que ni abriga lo suficiente, ni es lo suficientemente fresca para el calor. Sigamos. Nunca he podido lograr que las más "cultas" de mis conocencias saluden a las señoras que trabajan en mi casa, seguro son invisibles para sus esmerados ojos cansados de leer Cosas y otras obras de erudición. Bueno si el saludo es negado, negada es la persona misma. Por supuesto pensar en un apretón de manos o en un muy peruano besito en la mejilla es una premisa también negada del saque. En conclusión, por lo menos 3 metros de indiferencia en el mejor de los casos o un abismo de discriminación, en la práctica más común de nuestra burguesía limeña. Recuerdo lo que me dijo al respecto una amiga con relación a una carta que envié al Club de Punta Hermosa por pretender imponerme que la querida nana de mi hija vaya en uniforme y por "transmitirme" las quejas de otras socios en relación a mi osadía de compartir con ella, sombrilla, playa, charla y choritos a la chalaca. Lo que me dijo en tono condescendiente y seguro con la mejor de las intenciones me dejó atónita: "piensa que en el fondo le estás haciendo un mal a ella, ese no es su lugar, se debe estar sintiendo incómoda y por último, para que pretender cambiar las costumbres". Siempre le di una explicación a reacciones como ésta desde lo social, cultural y hasta afectivo. Pero la proxémica nos arroja luces que van más allá y que llegan a lo más instintivo, al ámbito de la territorialidad, que en términos simples, viene siendo, la forma en que los animales -hombres y mujeres incluidos- marcamos nuestro territorio en aras de la propia sobrevivencia. Bingo! si pues, cuán amenazados nos podemos sentir que hasta llegamos a condenarnos a vivir en cárceles doradas, en ghetos amurallados, en condominios "exclusivos", en la más terrible connotación del término, es decir, "excluyentes". En realidad, no estoy abogando por la supresión de las distancias. Mi relfexión va más por el lado de cómo clasificamos, con qué criterio tendemos puentes o levantamos murallas. En base a qué nociones permitimos cercanía o hacemos sonar las alarmas de la invasión, de la transgresión. En todo caso, mi propuesta es la de considerar que nuestro órgano más extendido decida, pura cuestón de piel. Lo que no me incomoda es lo que permito. Si me siento incómoda, erizo total. Eso sí, por favor, no invadas mi espacio sin permiso, sin consentimiento, nada. Ni en la cola del cine, ni en la del banco ni en ninguna otra, estricto orden de llegada, respeto guardan respetos. Ahora, si se trata de bailar, y es marinera, la ley es otra, y atrápame si puedes. Si eres mi pata y necesitas un abrazo, brazos abiertos. Si eres mi amiga y buscas un paño de lágrimas, mi hombro es tuyo. Si eres un niño y hay que arrullarte, soy toda cuna. Complejo esquema este de la proxémica, como un campo minado, así que a andar con cuidado, no hay avisos ni carteles. Y eso de que necesito mi propio espacio, cierto. Pero que no sirva de tonta excusa. Porque, al menos en mi caso, ese espacio lo conservo contigo o sin tí, simplemente porque no tiene dimensiones conocidas. Es un aquí y un ahora interno, que nadie puede invadir. Que es sólo mío, y cuya llave guardo celosamente.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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